Algunos dirán que el continente no importa en absoluto, pero
yo creo que no es así, que sí que importa, y mucho. Unas buenas instalaciones
escolares son decisivas para crear un adecuado ambiente de trabajo en el
alumnado y, por tanto, generar las condiciones suficientes y necesarias para
propiciar el éxito educativo y evitar demasiados fracasos escolares. La mayoría
del profesorado, al menos verbalmente, estamos de acuerdo en esto aunque, y
sobre todo en la enseñanza pública, tenemos que reconocer que algunos centros actuales en los que trabajamos se parecen más a unas improvisadas instalaciones modelo “campo
de refugiados” que a un centro escolar. De sobras es conocido el casi
tradicional abandono o retraso en actuaciones en edificios y materiales por
parte de la administración, incluyendo en ese término a todos los gestores de
la comunidad educativa, desde los responsables políticos de la misma hasta las direcciones de colegios e
institutos. En ocasiones el deterioro
normal por el uso se agrava con
las temporales “soluciones habitacionales” adoptadas desde la administración,
dicen que por escasez de presupuestos,
para albergar en ellas a los quintaesencia de nuestra sociedad como son los
adolescentes. ¿Quién no conoce la socorrida solución política de usar “temporalmente”
barracones prefabricados como aulas? Y aunque esto no ha generado nunca, pues
lleva muchos años haciéndose, una airada protesta tipo 20M, es algo que resulta
indignante e impropio de un país que ha gastado cientos de millones de euros, por ejemplo, en aeropuertos sin estrenar.
Pero esto no siempre ha sido así. A comienzos del siglo XX,
cuando la educación reglada de la juventud era cosa de unos pocos
privilegiados, la construcción en las ciudades, que no en el medio rural, de deslumbrantes edificios para ser usados
como institutos de educación secundaria comenzó a ser la práctica habitual.
Desde luego para entender esto es necesario comprender primero el sentido de gran
respeto y admiración que entonces se tenía por alguien ilustrado y con
estudios, por lo que los agraciados en poder tener una educación (en el sentido
amplio del término) eran conducidos a esos elegantes edificios destinados para
desarrollar sus ocultas “capacidades”
personales, como diríamos ahora. Las ciudades que disponían de esas ostentosas
instalaciones docentes se vanagloriaban de tratar así de bien a sus futuros ilustrados y selectos conciudadanos, además de
aportar un timbre de cultura a su localidad. No se escatimaban esfuerzos económicos en dotar a
la provincia o ciudad de esos templos de la cultura que una vez fueron los
institutos de enseñanza secundaria, del Estado, públicos, y alejados del
ideal religioso que impregnaba los
recintos de otros colegios con los que se intentaba competir noblemente en
calidad de enseñanza. El primer cuarto del siglo pasado fue una época de esplendor
arquitectónico en el campo de la enseñanza.
Instituto Nacional de Segunda Enseñanza de Logroño, años 20. |
Escuela de Artes y Oficios. Logroño. |
Escalera interior Escuela de Artes y Oficios de Logroño. |
Grandes y bellos edificios para unos estudiantes seleccionados
por su holgada situación económica, pero
para estudiar ¿qué contenidos? Si muchos de los ahora críticos con el escaso
conocimiento que dicen presentan los alumnos de bachillerato al entrar en la
universidad conocieran realmente el número de materias que se cursaban entonces
en el bachillerato, seguramente cambiarían de opinión respecto a la nostálgica
idea de que “tiempos pasados siempre fueron
mejores”. En cuanto a esto tengo la suerte de conservar el resguardo de
matrícula de mi padre, Enrique Gil Berna, en primero de los seis cursos del
bachillerato de entonces, en el Instituto Nacional de Segunda Enseñanza de su ciudad natal,
Logroño, en el curso 1925-26. Comprobarán en la imagen que se cursaban cuatro
asignaturas, además de la Religión. Y no solo en primero de bachillerato, sino
en todos los cursos restantes del mismo, hasta sexto. Sin embargo, en muchos de
los sencillos, cuando no destartalados centros educativos actuales, y a
pesar de tener que cursar muchas materias de un listado de asignaturas en
secundaria obligatoria y bachillerato rellenas de variadísimos contenidos,
dicen las autoridades académicas, y la opinión pública en general, que no se alcanzan los mínimos exigibles para estar bien formados en la actualidad, basados sobre todo en el informe
PISA. Y es
que algo no encaja en todo esto. Estamos de acuerdo que “antes” la cantidad de
contenidos a enseñar, y las técnicas y métodos usados para ello, eran mucho
menores y más rudimentarios que los de ahora, pero era lo que se tenía que aprender
para, se supone, estar preparado para la vida de esa época. Y en que hoy en día, los muchos conocimientos
exigidos para poder “promocionar y titular” en secundaria y enfrentarse a un difícil (aunque no lo
crean) bachillerato, parecen no dar los resultados que muchos dirigentes dicen
querer tener de esos alumnos, a pesar de que la mayoría de esos que lo dicen se
formaron bajo un sistema educativo mucho más relajado y fácil que el actual.
Por eso habrá que plantearse de una vez y cuanto antes un modelo
educativo en el que la formación del alumnado no esté dirigida a atiborrar al
mismo de multitud de conceptos e ideas de todos los temas y materias actuales
(y son muchos) con el fin de “supuestamente” preparar mejor así a la gente.
¿Mejor en qué? ¿Realmente se consigue así una buena preparación? Se pueden aplicar a sí mismos este
criterio y comprobarán las muchas lagunas conceptuales que tienen... El estudio debe ser algo que motive e incite al conocimiento. Nunca
puede ser una inagotable carrera de obstáculos, cada vez más altos, que
desaniman a cualquiera a seguir aprendiendo, pues sin recompensas basadas en la
autoestima conseguida por ver tus propios logros solo se consigue acelerar la
cada vez más habitual decisión de abandono, fomentando así un odio hacia todo
lo que sea estudiar y aprender. Habrá
quien piense que los contenidos impartidos hoy, a pesar de ser muchos, son
necesarios para la vida actual, por lo que es imposible reducir su número.
Puede ser, pero ¿es necesario verlos
todos antes de los 17 años? ¿Los adultos no han aprendido nada nuevo de lo que
ahora se enseña en secundaria después de esa edad?
Conviene, por tanto, dignificar de nuevo la labor y estatus
docente, incentivando un trabajo inmerso en un buen marco académico que nunca
puede conformarse con instalaciones
provisionales o almacenes humanos para
obtener allí lo más valioso para la persona, que es su formación y cultura. Esa
dignificación puede conducir a una mayor y más intensa involucración del profesorado
hacia el alumnado, facilitando así una
transmisión de conocimientos con sentido profundo, por su modernidad e
idoneidad. Por eso, y salvando las muy costosas condiciones sociales actuales conseguidas desde hace tiempo, referentes a la
universalidad de la educación obligatoria hasta los 16 años, junto a los
avances científicos y tecnológicos
usados ahora en la práctica educativa, tengo que reconocer que siento una sana
envidia, por lo inalcanzable hoy en día, al contemplar esos impresionantes y elegantes
edificios de principios del XX de muchas ciudades españolas donde el acto
educativo debía conducir, sin duda, a un enaltecimiento del proceso
enseñanza-aprendizaje. Aun enseñando “cuatro cosas”. Por supuesto que la
arquitectura moderna ha dado a los centros docentes un aspecto funcional y
práctico a sus estructuras en los que puede obtenerse plenamente el deseado
buen ambiente educativo, aunque se alejan con claridad de la contundencia y majestuosidad de los de antaño. En este sentido quiero nombrar de nuevo la
ciudad de Logroño, en la que el entonces llamado Instituto Nacional de Segunda
Enseñanza, IES Práxedes Mateo Sagasta, y la Escuela de Artes y Oficios,
conocida en toda La Rioja como “La
Industrial”, edificios los dos de bella
factura modernista e historicista, dieron cobijo educativo a mi padre en los años
20 del siglo pasado. Y no solo eso. La impresionante Escuela de Artes y Oficios, que se comenzó a
edificar en 1914, se inauguró el 14 de octubre de 1925 con la presencia en
Logroño del rey Alfonso XIII, que visitó
en ese edificio una exposición de reproducciones de pinturas del Museo del Prado y la Exposición de Productos Regionales, en la
que mi abuelo, con quien departió, presentaba un stand de guarnicionería
artística, en lo que era especialista. Eran entonces verdaderos centros de
cultura.
Salvo en localidades pequeñas donde el colegio e instituto
suelen ser motores culturales, esa vertiente ha sido totalmente perdida en las ciudades.
Además, sería utópico e inapropiado
pedir que ahora los centros educativos tuvieran
la grandiosidad de otros tiempos con el fin de mejorar la calidad
ambiental en el proceso educativo. Sería también un retroceso imperdonable
desear que los programas y modelos educativos disminuyeran drásticamente sus
contenidos tomando como referencia los del siglo pasado. Pero estaremos de
acuerdo en que sería deseable que hubiera un acercamiento de posturas entre los
siempre quejosos “entes sociales” del bajo nivel académico del alumnado actual,
y los criterios a adoptar por parte de
la administración educativa en cuanto a la racionalización y ajustes de
contenidos académicos a lo largo de la educación preuniversitaria. Solo así
podremos reactivar la bella sensación personal del alumnado del “querer saber”, que tan en falta se echa ahora, y que solo se
desarrolla cuando el estímulo docente se imparte en pequeñas dosis,
seleccionando contenidos, y sin prisas. Y siempre queda tiempo para aprender más. ¿O no?
Edificio de la Escuela de Artes y Oficios de Logroño. Exposición de Productos Regionales de 1925. Stand de "Guarnicionería Moderna". A la derecha mi abuelo, y a la izquierda, mi padre, con 10 años. |
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