Segundo de bachillerato, sobre todo, es un curso duro, difícil, y muy comprometido
para muchos alumnos. Del éxito en este nivel depende que se pueda ir a la
universidad o a hacer un ciclo formativo superior. No es nada fácil. El
esfuerzo requerido es muy superior al que se exige en primero de bachiller, por
lo que la mayoría de los alumnos notan una gran presión docente, a la que no
están acostumbrados, después del “paseo” que supone, para personas equilibradas
y de inteligencia normal, el cursar la secundaria obligatoria (ESO). La mayoría están voluntariamente en el
bachillerato. Pero hay una minoría que suelen estar a la fuerza o por no tener
nada mejor que hacer en sus vidas. Y en otras ocasiones, perteneciendo a una minoría más minoría aún,
nos encontramos en los centros con individualidades que son difíciles de asumir
y encajar en la dinámica docente habitual, incluso para el resto de sus
compañeros. A veces llega gente a 2º de bachillerato que no debería haber
llegado, y se dejan notar. Y eso es, en buena parte, culpa nuestra, de los
docentes.
Se es demasiado contemplativo y condescendiente pensando
erróneamente que si se les exige y deja por el camino se les hace un daño irreparable. Y no es así. Esa
pequeña proporción de alumnado que sin esforzarse en absoluto, ni quererlo
hacer en el futuro, que no demuestra ni el más mínimo interés (y en
algunas ocasiones con intenciones poco claras y honestas), cohabita en una clase cualquiera distorsionando
por completo la buena dinámica académica interna que suele y debe haber. Y el daño que
generan lo pagan otros, cual “daño colateral”, resultando muy complejo poner una solución eficaz.
Aún con los alumnos “veteranos” del centro es muy difícil de diagnosticar quiénes van a
ser, con seguridad, los que lleguen al
final de su etapa preuniversitaria en esas nefastas condiciones actitudinales. Pero su perfil
es común y premonitorio: suelen
ser alumnos repetidores de uno o varios cursos anteriores, con expedientes académicos poco o nada
brillantes, y con una actitud habitual pasiva hacia el estudio e incluso provocativa o arrogante. Y eso es
suficiente como para saber de antemano que casi nada puede hacerse con algunos de
ellos. Da igual el esfuerzo que se invierta para integrarlos en un ambiente de
esfuerzo y estudio utilizando técnicas amigables o incluso de “colegueo”
controlado. Da igual el qué se les diga o proponga para recomponer una
deteriorada actitud que les acompaña e identifica. Da igual.
Lo peor de esta situación es que esta gente suele descolgarse de la vida
académica (y muy probablemente de la social) sin tener en dónde meterse o a qué
dedicarse. En numerosas ocasiones se convierten en auténticas rémoras de una
familia, barrio, ciudad, o sociedad que pasa por alto sus faltas de respeto y
consideración al profesorado, su inadecuada actitud irreflexiva o su
incompetencia en muchos ámbitos, generando auténticos seres desinformados, blandos y consentidos. Pero eso sí, creyéndose con todos los derechos del mundo. Y
de todo eso, repito, tenemos la culpa
nosotros los docentes, como pieza clave de un engranaje que no acierta (a veces
ni lo intenta) a formar con exigencia y
ennoblecer, desde un punto de vista académico, a la población estudiantil.
Aunque es una culpa relativa, desde luego, pues obecede a la consideración social impuesta
desde hace lustros, en base a una inapropiada actitud “buenista” establecida,
en la que parece que todos deben caber y
valer por el hecho de existir. Se infravalora la educación de base, el
esfuerzo, el estudio y el respeto. Parece políticamente incorrecto el exigir un
mínimo de decoro y comportamiento adecuado, pues son actitudes que podrían
considerarse contrarias a la formación basada en la libertad individual debida.
Hay profesores que incluso han temido alguna vez el significarse por
reivindicar sus derechos profesionales y como persona en su práctica docente,
aunque cada vez es más amplio el colectivo afectado que lucha por restablecer
un orden y equilibrio racional en las relaciones formales con el alumnado. Se
está en ello.
Sería deseable que las mentes pensantes de la
psicopedagogía, que tanto dirigen teóricamente los caminos del docente en la
aplicación de una moderna y correcta praxis educativa, sugirieran alguna vez
cómo abordar las situaciones que se generan en el ámbito educativo, de vez en
cuando, con estos personajes distorsionadores. De momento, y a la espera de que eso ocurra, muchos recurren a la experiencia personal para solucionar
conflictos y a la puesta en práctica de contundentes actitudes que reflejen la
defensa inequívoca de la dignidad personal y profesional de los docentes en el
aula. Esa defensa forma también parte de la práctica docente. Hay que asumirlo.
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