Hay una normativa sobre derechos y deberes del alumnado.
Todo está medido, cuantificado y tipificado en cuanto a la diversa gravedad de
un acto incívico realizado en horario escolar. Desde la más ligera falta de
conducta de un alumno, hasta la más agresiva y dura de sus actuaciones
realizadas en un centro educativo. Todo. El alumnado y el profesorado saben que
existe esa normativa y que puede aplicarse si se da el caso. Y aún así hay
ocasiones muy puntuales en las que resulta difícil conseguir que haya un buen
ambiente, de calma y tranquilidad en las aulas…, o en algunas, y con algunos
profesores. ¿Nos sirve de algo tanta reglamentación? ¿Se aplica lo que es
necesario?
La capacidad de aguante de muchos profesores parece
ilimitada. Y la inactividad pasiva y conformista de algunos de ellos, también.
Está claro que cuando se trabaja con adolescentes hay que tener una buena dosis
de paciencia y comprensión respecto a los muy variados problemas que se
presentan a diario. Y que es recomendable actuar ante esos problemas en frío y
con mesura, y no hacerlo en el epicentro
de la situación irregular huracanada que desestabiliza el proceso
“enseñanza-aprendizaje”. Pero seguramente todo el mundo estará de acuerdo en
que procede actuar siempre, no dejarlo
pasar, aun corriendo el riesgo de equivocarse, pues de lo contrario se proyecta
una sensación de consentimiento, o incluso de miedo a corregir, que es muy contraproducente.
El no hacer nada ante una situación hostil en el aula no debe confundirse nunca
con que ese “no hacer” es otra manera (moderna)
de hacer algo. Y en ocasiones algunos
confunden esos términos, o les resulta
cómodo mezclarlos. Otros, por otro lado, creen que tras sentidas conversaciones
en el seno de alguna “buenista” y redentora comisión de convivencia (útil para determinado
tipo de conflictos leves y moderados) se fluidificarán o desaparecerán los
comportamientos hostiles de los alumnos distorsionadores, pues la aplicación de
un tratamiento paternal e individualizado, piensan, devolverá la cordura y
producirá el amansamiento de personajes especiales que una vez tras otra generan conflictos graves.
Pero lo más triste es ver cómo hay profesionales que pierden
su energía vital y entran en depresión cuando comprueban que nadie se atreve a,
simplemente, aplicar con valentía la normativa establecida para casos muy
llamativos de ruptura de la convivencia. Una convivencia que no puede ser solo observada
con unos mecánicos ojos de robots que únicamente emiten señales de
alarma cuando se altera la misma, pero sin llegar a más. El alumnado tiene
derecho a saber lo que hace mal en su vida académica y social, y que salirse de
la norma tiene consecuencias, ante cualquier grado de alteración del orden, y
especialmente en los casos más graves o relevantes. La apertura de expedientes
disciplinarios no está prevista para
casos considerados como delitos ordinarios para la justicia, sino para
acontecimientos muy desagradables que ponen en serio peligro la convivencia y
la estabilidad social de un colectivo tan sensible como el educativo. Puede y
debe usarse esta medida sancionadora y correctora en el momento adecuado sin
miedo a ser por ello considerado como agresivo, poco dialogante, o políticamente
incorrecto. El ser tolerante, con modales y principios comprensivos con las
inquietudes y posibles salidas de tono del alumnado adolescente debe ser
también la tónica general de actuación, pero eso nada tiene que ver con no ejercer
una autoridad responsable y justa. Seguro que muchos de esos alumnos
desfavorecidos educacionalmente (por muchas razones) agradecerán de adultos
haber tenido un claro referente en formas y maneras durante su periodo de formación juvenil.
Con independencia de la necesaria aplicación de la normativa
en cuestiones de disciplina y convivencia, cuando haga falta, es necesario también
resaltar que gran parte del deseado buen ambiente
académico debe ser conseguido y propiciado por el profesorado, que tiene que ser el
protagonista principal en la difícil tarea que supone dirigir y encaminar bien a
los alumnos. Si se actúa con ellos practicando una docencia que entusiasme y convenza, a la vez que se
aplica con sentido común y humanidad, un buen porcentaje de los incidentes que
hoy en día se producen pueden evitarse.
La implicación del profesorado en el aula es clave para conseguir que el hecho
educativo sea, en términos académicos, lo más eficaz posible.
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