Todo el mundo medianamente informado conoce la noticia del reciente
acuerdo alcanzado en la Cumbre del Clima en París. El compromiso de muchos estados
de hacer lo posible para reducir a
finales de siglo unos dos grados la temperatura atmosférica del planeta ha
gustado a casi todo el mundo. Salvo alguna organización conservacionista a
ultranza que aún duda y pone pegas al resultado previsible del acuerdo, la
mayoría está contenta con esta medida salvadora del planeta de un calentamiento
global acelerado por la acción humana, y que tanto ha preocupado.
Y aunque de momento todo se ha convertido en una gran
sorpresa positiva tenemos que ser reflexivos y revisar en qué manera esto nos puede afectar
a la vida cotidiana y cómo vamos a afrontar lo que se nos propone hacer. La
reducción de emisiones de gases contaminantes y de CO2 a la atmósfera será sin duda un buen empujón encaminado
a evitar que la Tierra se siga calentando al ritmo actual y eso lleve consigo
el acercamiento temporal de una serie de circunstancias nefastas para el medio
ambiente y la humanidad. No sabemos si se podrán evitar pero al menos se puede
intentar ralentizar sus efectos.
Esa reducción de gases debe ser un acto compartido entre la
potente estructura industrial del primer mundo y la actitud concienciada y en
positivo de millones de consumidores. Porque tenemos que ser conscientes que
los gases que la industria de todo tipo genera y emite a la atmósfera es
consecuencia de la voluntad humana de producir objetos y “bienes” de consumo
para la población. Seguramente se nos hace creer, sobre todo en las últimas décadas,
que tenemos una inmensa serie de
necesidades para alcanzar un óptimo nivel de vida (que no calidad…) que consideramos
totalmente irrenunciables. Ya no podemos ni sabemos vivir sin todo eso que creemos
“necesario” y básico en nuestras vidas.
Si hacemos un breve análisis de cuáles son nuestras
necesidades actuales de vida en el mundo occidental podemos llegar a la errónea
conclusión de que no se podrá vivir nunca de otra forma menos agresiva con el
entorno. Descendiendo a un detalle más pormenorizado y comprensible, y por
poner varios ejemplos, ¿podremos prescindir de los materiales de construcción
de viviendas actuales en Europa cuya fabricación resulta altamente
contaminante? ¿O querremos seguir las pautas estadounidenses de construcción en
madera? Si abrimos un armario de nuestras casas, ¿localizaremos algún electrodoméstico,
bote, envase, cepillo, o cualquier otro instrumento que no esté su fabricación relacionada
con el plástico procedente del petróleo? ¿Y con qué se propone sustituir este material subproducto
del combustible fósil y seguir
disfrutando de nuestros variados, abundantes e imprescindibles utensilios? O en otro orden de cosas, cualquier fin de semana o puente festivo, ¿nos
abstendremos de viajar con nuestros coches, autobuses, trenes, barcos u aviones
supercontaminantes, siempre a nuestra disposición? ¿Dejaremos de visitar masivamente parques
naturales o nacionales haciendo “turismo ecológico” por no contaminar en los
trayectos de desplazamiento? Y si confiamos ciegamente en una utópica sociedad
buena, comprensiva y concienciada con la conservación de la naturaleza, ¿sabrá
esperar ésta durante el tiempo que sea
preciso hasta que esos medios de transporte, o la fabricación de materiales, se
cambien por otros que resulten más
respetuosos con el ambiente?
Existen miles de
personas muy concienciadas medioambientalmente que viven en lujosas
urbanizaciones a las afueras de las ciudades pensando que así llevan una vida
más acorde con el respeto al entorno. Y otras muchas que sufren y ven dañada su conciencia ecológica ante
cualquier agresión e impacto sobre el terreno, por lo que comparten soflamas y alertas pseudoecologistas
en facebook, pero que no desaprovechan
cualquier oportunidad de disfrutar de todos los avances tecnológicos modernos del
hiperdesarrollismo. O regiones enteras
como las Islas Canarias que reciben cada año casi diez millones de turistas
transportados hasta allí en contaminantes aviones, que enarbolan su careta
verde impidiendo que se prospecten yacimientos de petróleo junto a sus costas
argumentando criterios conservacionistas pero sin rechazar ni cuestionar el
altísimo nivel de contaminación que supone llevar allí a su turismo. ¿Dejaremos
de usar teléfonos móviles aun sabiendo que se fabrican con los minerales (Columbianita
y Tantalita) recogidos en países tercermundistas por niños semiesclavizados?
¿Dejaremos de querer disfrutar de un viaje veraniego a un exótico país al que
se llega haciendo varios trasbordos aeroportuariores, con lo “culto” y necesario que resulta el hacerlo? ¿De verdad
pensamos que seremos capaces de cambiar nuestras cómodas vidas y dejaremos de
querer los productos que nos ofrecen las grandes industrias?
Y además de todo esto, habrá que preguntarse también cómo
viven, y de qué, las personas
hiperpreocupadas por las emisiones actuales de dióxido de carbono y otros gases
a la atmósfera. Conozco a muchos que no dejan de usar su contaminante vehículo para
su habitual transporte ciudadano, aunque luego nos dan lecciones a todos de cómo
llevar una vida ejemplar ecológica. Piensan que simplemente reciclando envases
de plástico, cartones y vidrios es suficiente. O dándose un paseo el fin de
semana en bicicleta por un asfaltado carril bici. ¿Y el resto de su artificial decorado de vida,
de dónde sale? ¿Seremos capaces de prescindir de él? Esa es la gran pregunta.
¿Quién tiene la respuesta?
Mientras tanto nos
conformaremos hipócritamente con un buen acuerdo en París.
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