En la enseñanza pública se hacen cada trimestre. Sé que en
determinados centros privados hay hasta cinco evaluaciones por curso, no se
sabe muy bien si por tener muy controlado al alumnado o por querer aparentar
mayor “calidad” educativa. Es igual. Realmente sirven de muy poco. Ideadas con
el fin de hacer un seguimiento del nivel y proceso de aprendizaje de los
alumnos, se han convertido (o han sido así desde siempre) en un ejercicio profesoral de calificación, cuando no un acto social de cotilleo
de las vidas privadas de los alumnos y sus familias.
Una vez puestas las notas el profesorado se reúne para “comentar”
lo más señalado de cada alumno, y del grupo, con el fin de poner de manifiesto
el nivel académico de cada uno de ellos. Si el mismo aprueba todo con buena nota, se
dice que es muy “buen alumno/a” y que tiene mucho interés. Si suspende hasta
tres asignaturas se suelen poner ciertas excusas, según cómo caiga el alumno,
como que es un “poco vago”, “se ha
despistado esta evaluación”, “ha caído
en picado desde la primera evaluación”, o “como son cuatros, seguro que lo saca
al final”. Si suspende muchas, el comentario principal que se oye es el de “este
chico es un buen candidato a repetir curso”. Por otro lado, se suelen colar también
comentarios sobre la vida personal del alumno, su salud, la vida sentimental de
sus padres, que a nadie importan, o lo exigentes que son con los hijos. No
falla, siempre es lo mismo, al menos en los 27 años que llevo dando clase he
oído esas frases año tras año.
Y esto no es de extrañar en absoluto. La coordinación de los
departamentos didácticos de los centros educativos, en los muchos en los que yo
he prestado servicios, brilla por su ausencia. Nadie sabe qué es lo que está
dando el vecino de departamento en clase, ni le importa. Cada uno a lo suyo y
pensando que es lo más importante del mundo, y lo que es más, que sin eso no se
puede salir a la calle con la cabeza bien alta. Se imparten cantidades inmensas
de ideas, conceptos y contenidos en otro montón de asignaturas que son
necesarias, parece ser, para hacer ciudadanos eficaces, preparados,
competitivos, con capacidad de innovar, y…, de mal vivir.
Y en eso ha caído, es cómplice en buena medida, el colectivo
de profesores que no hace casi nada por solucionar esa situación. Por mucho que
se actúe como un “verso libre” queriendo coordinar, aglutinar materia,
sintetizar, proponer actuaciones conjuntas, rara vez se consigue algo. Se es
capaz de salir de manifestación y protestar con una camiseta verde en contra de
la ley Wert (y con razón…) pero dentro de los centros resultan ser otros “wercitos”
cualquiera. Parece que a muchos les importan un bledo sus alumnos y lo que
aprendan. Solo están pendientes de que se piense que ellos son muy eficaces,
que se preocupan de los alumnos mucho (aunque todo el mundo sabe que no), que dan íntegros esos inmensos temarios (otros
se callan pues dan la mitad o menos), o que los alumnos no saben nada (dicen) pues no son capaces de superar sus estúpidos
exámenes memorísticos como se los ponían a ellos hace 40 años. También hay
docentes que alardean sin el más mínimo rubor en las salas de profesores cuando
suspenden a muchos de sus alumnos, aunque después apostillan que “al final
aprobarán”, como si fueran el césar romano decidiendo con su dedo quién puede
vivir y quién no. De estos últimos, de los que hay más de lo que se cree, son
los que más reticencias me producen y a los que más me cuesta pensar que son
compañeros de trabajo míos. Entre los rebotados de cura que se metieron a dar
clase a finales de los 70; los que se creen dioses de sus materias (y de todas
las demás), pensando que ellos son “cultura” viva y hay que besar por donde
pisan; y los siempre insatisfechos, o eso parecen, a juzgar por su
intransigencia y nivel de exigencia con los demás (seguramente un nivel que
ellos no son capaces de dar, ni siquiera en temas personales…), los claustros
han estado nutridos de una colección de “intocables” tremendamente nocivos para
un centro educativo.
Por suerte, los actuales centros educativos están siendo depurados de manera natural de los
restos de este tipo de profesores que enturbian tanto la enseñanza. Menos mal
que esta gente se jubila y deja paso a personas comprometidas y mucho más
comprensivas con el alumnado, a la vez que mucho más colaborativas en el
trabajo. Hay que dejar de ser multidisciplinares en educación de una vez por
todas. La interdisciplinaridad debe ser el único camino. Tengamos la ley que
tengamos.
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