Mucha gente cree que ser ecologista y tener conciencia
ecológica es cumplir escrupulosamente con las recomendaciones de reciclado de
distintos materiales. Y nada más. O como mucho, también, apagar las luces y cerrar el grifo cuando no
es necesario gastar agua o luz. Y cuando se es crítico con muchas extremas posturas
propias de la vida capitalista y de un modelo de sociedad desarrollista, a la
vez que se cuestionan muchas de las actitudes que tienen la mayoría de los
grupos conservacionistas o autodenominados ecologistas, se hace necesario tener
que hacer equilibrios en tu propio comportamiento para intentar ser lo más
coherente posible, entre lo que uno hace y lo que dice que hay que hacer.
Cuando con mis alumnos hablo de estos temas, a veces, no se
entiende bien que seamos capaces de hacer críticas feroces a los extremos antes citados y que a la vez
vivamos en una especie de limbo socialmente aceptado de comportamiento
ecológico. Por un lado arremetemos con nuestra fina conciencia ecológica con
todo lo que huela a innovación tecnológica, infraestructura social o
urbanística. O respecto al avance en nuestro nivel de vida usando los recursos
naturales, tachando a los autores de destructivos y poco respetuosos con el
entorno. Y por otro, hacemos uso de los
criterios más finos que el conservadurismo ecológico nos ofrece para acallar nuestras
conciencias y seguir nuestra vida tranquilizando y aceptando con edulcorantes
nuestras contradicciones internas, como el socorrido y “sagrado” acto de reciclar, o educar
en “valores ecológicos” universales a los niños. Por eso, y en ese sentido, mi buen exalumno Pablo
Aguilar López me sintetizó
magistralmente hace tiempo en una breve frase lo que quiero siempre explicar al
respecto. Lo denominó “careta verde”. Y creo que acertó. Intentaré explicar ahora, en mi opinión,
en qué consiste.
Creo que se asemeja bastante al concepto que expliqué hace
tiempo en este mismo blog con el título de “conservacionismo hiperdesarrollista”: (http://dejadmevivir.blogspot.com.es/2013/09/conservacionismo-hiperdesarrollista.html). Veamos. Cada vez
más en esta sociedad tenemos,o aparentamos tener, mucha concienciación
medioambiental. Queremos ser políticamente correctos en ese tema, tanto en lo
que decimos como en lo que hacemos y, por supuesto, hacemos lo que sea
necesario para que no se nos tilde de destructores de la naturaleza. Nadie quiere, por ejemplo, que se fundan los glaciares pirenaicos como
consecuencia de un calentamiento exagerado
del planeta, pero casi nadie renuncia a ir siempre que puede en coche por pura comodidad o interés, haciendo
caso omiso de nuestras propias recomendaciones a los demás. Pocos quieren que
las biocenosis terrestres y marinas se agoten o se esquilmen, pero todo el
mundo considera un timbre de cultura (cada vez menos, por suerte) el tener una
colección de mariposas o conchas de moluscos, como conozco casos.Y en este asunto tampoco es
habitual el ver a alguna asociación animalista manifestarse yendo a los mercadillos
domingueros, donde abundan los puestos con esos productos, para “escrachear” y cuestionar la
venta de los mismos. Muchos isleños
quieren vivir del turismo y que les lleven allí los productos de los que
carecen, pero se niegan en redondo a que ni siquiera se prospecte en unos
posibles pozos de petróleo junto a sus costas argumentando criterios puramente
pseudoconservacionistas y poco solidarios: paisajes marinos destrozados,
hipotéticas contaminaciones de las aguas, etc., y mientras, que los turistas sigan
llegando allí con el petróleo caído del cielo…
Casi todo el mundo está concienciado en cerrar los grifos de
su casa (lógico y necesario) pero nadie se manifiesta porque en un barrio
ciudadano nuevo, por ejemplo en el zaragozano de Valdespartera, se haga un
campo de golf en una zona esteparia, con el consumo de agua tan inmenso que eso
requiere. O se protesta por la instalación de aerogeneradores ya que (dicen)
rompen el paisaje y se degüellan las aves, sin aceptar que es una buena
alternativa de energía limpia y poco contaminante, pero a la vez, babean de
gusto al contemplar los históricos y decorativos molinos de viento quijotescos
de La Mancha, considerándolos como algo más de la meseta castellana.
Otros muchos (cada vez más) hacen senderismo por cualquier
ruta de montaña con unos equipos personales cuyo coste económico supera con creces el salario mínimo actual,
estando confeccionados con los materiales más selectos y rebuscados del planeta
para que el usuario sufra lo mínimo al poner sus delicados pies por esos
agrestes paisajes. Pero eso no les parece más que un simple y necesario acto social de
comunión con lo “natural” y lo que "debe hacerse". O, por el
contrario, van vestidos con una indumentaria asamblearia y cutre, realizada por
personas semiesclavizadas en países tercermundistas (lo que no parece
importarles), pero que aquí son tremendamente baratas, lo que contrasta, a su vez, con el
vehículo todoterreno hipercontaminante que usan para llegar hasta el último
rincón de nuestra geografía y sentirse en contacto, allí sí, con la madre naturaleza.
Todo esto es tener o llevar “careta verde”.
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