¡Dejadme vivir! Geología, Paleontología, Ecología, Educación.

Enrique Gil Bazán.
Doctor en Ciencias Geológicas (Paleontología).
Zaragoza, Aragón, España.

lunes, 13 de enero de 2014

Los misioneros del barrio Oliver de Zaragoza.



     No sé como caerá esto. Es una reflexión sobre la ayuda y educación que se puede ofrecer a los barrios un tanto desfavorecidos de las grandes ciudades, o eso pretende. Sin grandes frases, sin terminología incomprensible, o señalando el camino a nadie sin decir nada, como algunos iluminados y sesudos pensantes, aunque muy religiosos, suelen hacer. Veamos.
     Gracias a trabajar más de una década de mi vida, los años 90, en el instituto del barrio Oliver de Zaragoza  pude darme cuenta de muchas cuestiones sociales que hasta entonces desconocía. Y no solo por la obligada convivencia en el centro con multitud de chavales de raza gitana,  desconocidos para mi, sino por sufrir un gran choque conceptual entre pensar y estar convencido de qué es lo que se debía hacer allí socialmente, en una época en la que la igualdad y solidaridad entre todos era muy tenida en cuenta, y lo que después se hacía desde algunos estamentos oficiales. Ese choque hacía ver que la realidad ideal ofrecida en los programas electorales de partidos progresistas no era, ni mucho menos, lo que después se ponía en práctica, por esos mismos partidos, en  el trato y aplicación de normativas a la gente con serios problemas personales, familiares y sociales.
Viviendas tradicionales del barrio Oliver, Zaragoza.
     Por un lado, y tal y como me advertía mi amigo y compañero del instituto Simón Perulán, el cura del centro, tuve que empezar a separar entre “buena gente” y “gente humilde y pobre”. En mi fuero interno esos dos conceptos siempre habían estado unidos. Desde luego, con  el paso por ese instituto me quedó clara la diferencia. Y por otro, todos mis sentidos fueron atraídos por una fuerza que me hacía ver cada vez también más clara, aunque  con impotencia, la gran variedad de necesidades humanas que muchas familias del entorno tenían. Y no eran necesidades académicas, precisamente.
     Podría contar miles de anécdotas, unas más graciosas que otras, y muchas,  tremendamente desgraciadas. De todas ellas hubo varias que me impactaron lo suficiente como para que no se me olviden mientras viva. Recuerdo cómo en una ocasión vino a vernos (estábamos en el equipo directivo del centro) una madre, de profesión prostituta, en condiciones físicas, estéticas, deplorables, para pedirnos que hiciéramos lo posible para que su hija pequeña, de 13 años entonces, no terminara como ella, pues se había enterado que por las tardes se prostituía también por  “los portales de barrio”. No pude olvidar aquella entrevista durante mucho tiempo. Y la tenía ya casi olvidada cuando en unas compras navideñas de hace unos pocos años en una tienda de ropa se me acercó una preciosa dependienta y me dijo. “eres Enrique, ¿verdad? ¿te acuerdas de mi?  La verdad, casi lloro de emoción cuando le dije lo que me alegraba de verla allí, trabajando en algo digno. Tranquilos, no cuento más anécdotas, que me afectan mucho…, demasiado. Pero eso es lo que había,… y en abundancia.
Imagen del barrio Oliver de Zaragoza en sus orígenes, en los años 50/60.
     También me decía Simón que él, que había estado allí desde los años 60, en plena efervescencia del franquismo intolerante, controlador  y excluyente de este tipo de personas desfavorecidas, como las primeras oleadas de llenado del barrio, no pudo nunca deshacer el nudo de la opresión social, aun intentándolo en muchas ocasiones, sin ayuda de nadie, sintiéndose solo. ¡Cómo sería en los 60 y 70 cuando en los 90 vi lo que vi en la zona! ¡No me lo puedo imaginar lo que pasaría allí o en la multitud de barrios marginales de nuestras ciudades!
     Y sin embargo,  era la misma época en la que muchos “llamados” por  su Dios abandonaban nuestro país para ir a las misiones por los lugares más recónditos del planeta. Es curioso, la verdad. Recientemente hemos tenido la ocasión de asistir al estreno de la producción española cinematográfica sobre la vida, o parte de ella, de Vicente Ferrer. Seguro que han oído hablar del personaje.  La película refleja, en especial,  su vida en la región seca y con pocos recursos del Este de la India,  magnificando  la gran gesta de ayuda y dedicación de este jesuita hacia los segmentos más humildes y desfavorecidos de la población de esa zona. Acompañado de un compañero jesuita, un traductor de dialectos locales (¿pagado por quién?) y una jovencita que más tarde sería su esposa, comienza una entrega personal para reflotar esas comunidades casi deshauciadas, que a simple vista, parece representar  la reencarnación de un nuevo mesías. Pidiendo grano de cereal a empresarios extranjeros del lugar, engatusando (o manipulando) a los incultos aldeanos para que colaborasen en las tareas físicas, y teniendo sus necesidades vitales cubiertas, esa demostración de bondad infinita, (aunque autoritaria y poco respetuosa con las costumbres locales en mi opinión), poco a poco, hicieron que se fuera fraguando el germen de la fundación que lleva su nombre y que hoy es receptora de grandes cantidades de recursos y donaciones. Y todo sin doblar mucho el espinazo y mandando mucho, por lo que se ve en la película.
     Lejos de criticar la “ingente” labor realizada por este hombre en la India, se me ocurre pensar qué habría pasado si en vez de irse tan lejos a hacer el bien por los demás, se hubiera pasado en esa misma época  por el barrio Oliver de Zaragoza, o por cualquier otro de la ciudad que se quiera elegir, y, como decimos por aquí, se hubiera “emprendido”, con toda su labia, “rasmia”, saber hacer, entrega a los demás y posibilidad de obtención de recursos, a hacer algo por la marginación nuestra, la nacional, la de aquí. ¿O eso no estaba en la hoja de ruta preparada por Dios para él? Seguro que es mucho más glamuroso y de nivel internacional el dedicarse a los indios de la India, desde luego, pero por “lo casero” esta gente pasó de largo, incluso con desdén, como dice (o le ponen en su boca en la película): “en España se pasan la vida comiendo y hablando”. ¡Qué majo! Claro, se tuvo que ir a la India, que los resultados son mucho más efectivos y se come menos…

Equipamientos culturales actuales del barrio.
     Aquí, sin embargo, se quedó Simón Perulán, y el sacerdote Carbó en la parroquia. Y se fundó un instituto de bachillerato para que la gente del barrio que pudiera (una minoría) se culturizase (en los 70). Y luego llegamos nosotros, en los 90, y vimos en buena parte  del barrio lo que se había visto allí siempre: marginación, mucha miseria, pobreza, falta de principios morales, hacinamiento… Excepto a Leandro Sequeiros, catedrático mío de paleontología que vino un año a dar una conferencia sobre evolución al instituto, invitado por el programa educativo Ciencia Viva (cobrando), nunca vi a ningún otro jesuita por el barrio, ni tan santo y comprometido como Vicente Ferrer, ni algo menos. ¿Será que los jesuitas necesitan pobres de solemnidad para darse en cuerpo y alma? ¿Será  que necesitan desarrollar sus “proyectos” misioneriles con el fin de alcanzar una realización personal, y en definitiva, su “nirvana”? ¿Aquí eso no se puede llegar a alcanzar?
     Es igual, nos da igual.  Y aunque  queda mucho por hacer todavía el uso y aplicación de políticas y acciones sociales y solidarias en los últimos lustros, sin doctrinas, ha permitido que el barrio Oliver tenga hoy en día otra cara, con una población emprendedora, cambiada, respetada, y con ganas de prosperar en sus vidas, a pesar de las dificultades, y sin echar de menos sotanas de ningún color, ni actos en los que se termina cantando “Viva la Gente”. La solidaridad y la justicia social se abre paso, a pesar de todo.
 

1 comentario:

  1. Ratificar tu opinión Enrique, sobre la labor llevada a cabo por Simón una década antes en el Instituto Mixto nº 6, todavía no tenía nombre propio y era filial del Instituto Goya, cuando yo empecé mi carrera docente. Mª Ángeles Méndez

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