No sé como caerá esto. Es una reflexión sobre la ayuda y
educación que se puede ofrecer a los barrios un tanto desfavorecidos de las
grandes ciudades, o eso pretende. Sin grandes frases, sin terminología
incomprensible, o señalando el camino a nadie sin decir nada, como algunos
iluminados y sesudos pensantes, aunque muy religiosos, suelen hacer. Veamos.
Gracias a trabajar más de una década de mi vida, los años
90, en el instituto del barrio Oliver de
Zaragoza pude darme cuenta de muchas
cuestiones sociales que hasta entonces desconocía. Y no solo por la obligada convivencia en
el centro con multitud de chavales de raza gitana, desconocidos para mi, sino por sufrir un gran choque conceptual entre
pensar y estar convencido de qué es lo que se debía hacer allí socialmente, en
una época en la que la igualdad y solidaridad entre todos era muy tenida en
cuenta, y lo que después se hacía desde algunos estamentos oficiales. Ese
choque hacía ver que la realidad ideal ofrecida en los programas electorales
de partidos progresistas no era, ni mucho menos, lo que después se ponía en
práctica, por esos mismos partidos, en el trato y aplicación de normativas a
la gente con serios problemas personales, familiares y sociales.
Por un lado, y tal y como me advertía mi amigo y compañero
del instituto Simón Perulán, el cura del centro, tuve que empezar a separar
entre “buena gente” y “gente humilde y pobre”. En mi fuero interno esos dos
conceptos siempre habían estado unidos. Desde luego, con el paso por ese instituto me
quedó clara la diferencia. Y por otro, todos mis sentidos fueron atraídos por
una fuerza que me hacía ver cada vez también más clara, aunque con impotencia, la gran
variedad de necesidades humanas que muchas familias del entorno tenían. Y no
eran necesidades académicas, precisamente.
Podría contar miles de anécdotas, unas más graciosas que
otras, y muchas, tremendamente desgraciadas.
De todas ellas hubo varias que me impactaron lo suficiente como para que no se
me olviden mientras viva. Recuerdo cómo en una ocasión vino a vernos (estábamos
en el equipo directivo del centro) una madre, de profesión prostituta, en
condiciones físicas, estéticas, deplorables, para pedirnos que hiciéramos lo
posible para que su hija pequeña, de 13 años entonces, no terminara como ella,
pues se había enterado que por las tardes se prostituía también por “los portales de barrio”. No pude olvidar
aquella entrevista durante mucho tiempo. Y la tenía ya casi olvidada cuando en
unas compras navideñas de hace unos pocos años en una tienda de ropa se me
acercó una preciosa dependienta y me dijo. “eres Enrique, ¿verdad? ¿te acuerdas
de mi? La verdad, casi lloro de emoción
cuando le dije lo que me alegraba de verla allí, trabajando en algo digno. Tranquilos, no
cuento más anécdotas, que me afectan mucho…, demasiado. Pero eso es lo que había,…
y en abundancia.
También me decía Simón que él, que había estado allí desde
los años 60, en plena efervescencia del franquismo intolerante, controlador y excluyente de este tipo de personas
desfavorecidas, como las primeras oleadas de llenado del barrio, no pudo nunca
deshacer el nudo de la opresión social, aun intentándolo en muchas ocasiones, sin ayuda de nadie, sintiéndose solo.
¡Cómo sería en los 60 y 70 cuando en los 90 vi lo que vi en la zona! ¡No me lo
puedo imaginar lo que pasaría allí o en la multitud de barrios marginales de
nuestras ciudades!
Y sin embargo, era la
misma época en la que muchos “llamados” por
su Dios abandonaban nuestro país para ir a las misiones por los lugares
más recónditos del planeta. Es curioso, la verdad. Recientemente hemos tenido
la ocasión de asistir al estreno de la producción española cinematográfica
sobre la vida, o parte de ella, de Vicente Ferrer. Seguro que han oído hablar
del personaje. La película refleja, en
especial, su vida en la región seca y
con pocos recursos del Este de la India, magnificando la gran gesta de ayuda y dedicación de este
jesuita hacia los segmentos más humildes y desfavorecidos de la población de
esa zona. Acompañado de un compañero jesuita, un traductor de dialectos locales
(¿pagado por quién?) y una jovencita que más tarde sería su esposa, comienza
una entrega personal para reflotar esas comunidades casi deshauciadas, que a
simple vista, parece representar la
reencarnación de un nuevo mesías. Pidiendo grano de cereal a empresarios
extranjeros del lugar, engatusando (o manipulando) a los incultos aldeanos para
que colaborasen en las tareas físicas, y teniendo sus necesidades vitales
cubiertas, esa demostración de bondad infinita, (aunque autoritaria y poco
respetuosa con las costumbres locales en mi opinión), poco a poco, hicieron que
se fuera fraguando el germen de la fundación que lleva su nombre y que hoy es
receptora de grandes cantidades de recursos y donaciones. Y todo sin doblar
mucho el espinazo y mandando mucho, por lo que se ve en la película.
Lejos de criticar la “ingente” labor realizada por este
hombre en la India, se me ocurre pensar qué habría pasado si en vez de irse tan
lejos a hacer el bien por los demás, se hubiera pasado en esa misma época por el barrio Oliver de Zaragoza, o por
cualquier otro de la ciudad que se quiera elegir, y, como decimos por aquí, se
hubiera “emprendido”, con toda su labia, “rasmia”, saber hacer, entrega a los
demás y posibilidad de obtención de recursos, a hacer algo por la marginación
nuestra, la nacional, la de aquí. ¿O eso no estaba en la hoja de ruta preparada
por Dios para él? Seguro que es mucho más glamuroso y de nivel internacional el
dedicarse a los indios de la India, desde luego, pero por “lo casero” esta
gente pasó de largo, incluso con desdén, como dice (o le ponen en su boca en la
película): “en España se pasan la vida comiendo y hablando”. ¡Qué majo! Claro,
se tuvo que ir a la India, que los resultados son mucho más efectivos y se come
menos…
Aquí, sin embargo, se quedó Simón Perulán, y el sacerdote
Carbó en la parroquia. Y se fundó un instituto de bachillerato para que la gente
del barrio que pudiera (una minoría) se culturizase (en los 70). Y luego
llegamos nosotros, en los 90, y vimos en buena parte del barrio lo que se había visto allí siempre:
marginación, mucha miseria, pobreza, falta de principios morales, hacinamiento…
Excepto a Leandro Sequeiros, catedrático mío de paleontología que vino un año a
dar una conferencia sobre evolución al instituto, invitado por el programa
educativo Ciencia Viva (cobrando), nunca vi a ningún otro jesuita por el barrio,
ni tan santo y comprometido como Vicente Ferrer, ni algo menos. ¿Será que los
jesuitas necesitan pobres de solemnidad para darse en cuerpo y alma? ¿Será que necesitan desarrollar sus “proyectos”
misioneriles con el fin de alcanzar una realización personal, y en definitiva,
su “nirvana”? ¿Aquí eso no se puede llegar a alcanzar?
Es igual, nos da igual.
Y aunque
queda mucho por hacer todavía el uso y aplicación de políticas y
acciones sociales y solidarias en los últimos lustros, sin doctrinas, ha
permitido que el barrio Oliver tenga hoy en día otra cara, con una población
emprendedora, cambiada, respetada, y con ganas de prosperar en sus vidas, a pesar de las
dificultades, y sin echar de menos sotanas de ningún color, ni actos en los que
se termina cantando “Viva la Gente”. La solidaridad y la justicia social se
abre paso, a pesar de todo.
Ratificar tu opinión Enrique, sobre la labor llevada a cabo por Simón una década antes en el Instituto Mixto nº 6, todavía no tenía nombre propio y era filial del Instituto Goya, cuando yo empecé mi carrera docente. Mª Ángeles Méndez
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