¡Dejadme vivir! Geología, Paleontología, Ecología, Educación.

Enrique Gil Bazán.
Doctor en Ciencias Geológicas (Paleontología).
Zaragoza, Aragón, España.

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sábado, 13 de febrero de 2016

Solucionar conflictos de convivencia en Educación Secundaria.



     Hay una normativa sobre derechos y deberes del alumnado. Todo está medido, cuantificado y tipificado en cuanto a la diversa gravedad de un acto incívico realizado en horario escolar. Desde la más ligera falta de conducta de un alumno, hasta la más agresiva y dura de sus actuaciones realizadas en un centro educativo. Todo. El alumnado y el profesorado saben que existe esa normativa y que puede aplicarse si se da el caso. Y aún así hay ocasiones muy puntuales en las que resulta difícil conseguir que haya un buen ambiente, de calma y tranquilidad en las aulas…, o en algunas, y con algunos profesores. ¿Nos sirve de algo tanta reglamentación? ¿Se aplica lo que es necesario?
     La capacidad de aguante de muchos profesores parece ilimitada. Y la inactividad pasiva y conformista de algunos de ellos, también. Está claro que cuando se trabaja con adolescentes hay que tener una buena dosis de paciencia y comprensión respecto a los muy variados problemas que se presentan a diario. Y que es recomendable actuar ante esos problemas en frío y con mesura, y no hacerlo  en el epicentro de la situación irregular huracanada que desestabiliza el proceso “enseñanza-aprendizaje”. Pero seguramente todo el mundo estará de acuerdo en que  procede actuar siempre, no dejarlo pasar, aun corriendo el riesgo de equivocarse, pues de lo contrario se proyecta una sensación de consentimiento, o incluso de miedo a corregir, que es muy contraproducente. El no hacer nada ante una situación hostil en el aula no debe confundirse nunca con que ese “no hacer” es otra manera  (moderna) de hacer algo. Y en ocasiones  algunos confunden esos términos, o  les resulta cómodo mezclarlos. Otros, por otro lado, creen que tras sentidas conversaciones  en el seno de alguna “buenista”  y  redentora comisión de convivencia (útil para determinado tipo de conflictos leves y moderados) se fluidificarán o desaparecerán los comportamientos hostiles de los alumnos distorsionadores, pues la aplicación de un tratamiento paternal e individualizado, piensan, devolverá la cordura y producirá el amansamiento de personajes especiales que una vez tras otra  generan conflictos graves.
 


    
     Pero lo más triste es ver cómo hay profesionales que pierden su energía vital y entran en depresión cuando comprueban que nadie se atreve a, simplemente, aplicar con valentía la normativa establecida para casos muy llamativos de ruptura de la convivencia. Una convivencia que no puede ser solo  observada  con unos mecánicos ojos de robots que únicamente emiten señales de alarma cuando se altera la misma, pero sin llegar a más. El alumnado tiene derecho a saber lo que hace mal en su vida académica y social, y que salirse de la norma tiene consecuencias, ante cualquier grado de alteración del orden, y especialmente en los casos más graves o relevantes. La apertura de expedientes disciplinarios no está  prevista para casos considerados como delitos ordinarios para la justicia, sino para acontecimientos muy desagradables que ponen en serio peligro la convivencia y la estabilidad social de un colectivo tan sensible como el educativo. Puede y debe usarse esta medida sancionadora y correctora en el momento adecuado sin miedo a ser por ello considerado como agresivo, poco dialogante, o políticamente incorrecto. El ser tolerante, con modales y principios comprensivos con las inquietudes y posibles salidas de tono del alumnado adolescente debe ser también la tónica general de actuación, pero eso nada tiene que ver con no ejercer una autoridad responsable y justa. Seguro que muchos de esos alumnos desfavorecidos educacionalmente (por muchas razones) agradecerán de adultos haber tenido un claro referente en formas y maneras durante su periodo de  formación juvenil.
 
 

     Con independencia de la necesaria aplicación de la normativa en cuestiones de disciplina y convivencia, cuando haga falta, es necesario también  resaltar que  gran parte del deseado buen ambiente académico debe ser conseguido y  propiciado por el profesorado, que  tiene que  ser el protagonista principal  en la difícil tarea que supone dirigir y encaminar bien a los alumnos. Si se actúa con ellos  practicando una docencia  que entusiasme y convenza, a la vez que se aplica con sentido común y humanidad, un buen porcentaje de los incidentes que hoy en día se producen pueden evitarse. La implicación del profesorado en el aula es clave para conseguir que el hecho educativo sea, en términos académicos, lo más eficaz posible.
 
 

martes, 2 de febrero de 2016

Alumnado inadaptado de bachillerato.




      Segundo de bachillerato, sobre todo,  es un curso duro, difícil, y muy comprometido para muchos alumnos. Del éxito en este nivel depende que se pueda ir a la universidad o a hacer un ciclo formativo superior. No es nada fácil. El esfuerzo requerido es muy superior al que se exige en primero de bachiller, por lo que la mayoría de los alumnos notan una gran presión docente, a la que no están acostumbrados, después del “paseo” que supone, para personas equilibradas y de inteligencia normal, el cursar la secundaria obligatoria (ESO).  La mayoría están voluntariamente en el bachillerato. Pero hay una minoría que suelen estar a la fuerza o por no tener nada mejor que hacer en sus vidas. Y en otras ocasiones,  perteneciendo a una minoría más minoría aún, nos encontramos en los centros con individualidades que son difíciles de asumir y encajar en la dinámica docente habitual, incluso para el resto de sus compañeros. A veces llega gente a 2º de bachillerato que no debería haber llegado, y se dejan notar. Y eso es, en buena parte, culpa nuestra, de los docentes.
     Se es demasiado contemplativo y condescendiente pensando erróneamente que si se les exige y deja por el camino se les  hace un daño irreparable. Y no es así. Esa pequeña proporción de alumnado que sin esforzarse en absoluto,  ni quererlo  hacer en el futuro, que no demuestra ni el más mínimo interés (y en algunas ocasiones con intenciones poco claras y honestas),  cohabita en una clase cualquiera distorsionando por completo la buena dinámica académica  interna que suele y debe haber. Y el daño que generan lo pagan otros, cual “daño colateral”, resultando muy  complejo poner una solución eficaz.
     Aún con los alumnos “veteranos” del centro  es muy difícil de diagnosticar quiénes van a ser, con seguridad,  los que lleguen al final de su etapa preuniversitaria en esas nefastas condiciones actitudinales.  Pero su perfil  es común y  premonitorio: suelen ser alumnos repetidores de uno o varios cursos anteriores,  con expedientes académicos poco o nada brillantes, y con una actitud habitual  pasiva  hacia el estudio  e incluso provocativa o arrogante. Y eso es suficiente como para saber de antemano  que casi nada puede hacerse con algunos de ellos. Da igual el esfuerzo que se invierta para integrarlos en un ambiente de esfuerzo y estudio utilizando técnicas amigables o incluso de “colegueo” controlado. Da igual el qué se les diga o proponga para recomponer una deteriorada actitud que les acompaña e identifica. Da igual.


     Lo peor de esta situación  es que esta gente suele descolgarse de la vida académica (y muy probablemente de la social) sin tener en dónde meterse o a qué dedicarse. En numerosas ocasiones se convierten en auténticas rémoras de una familia, barrio, ciudad, o sociedad que pasa por alto sus faltas de respeto y consideración al profesorado, su inadecuada actitud irreflexiva o su incompetencia en muchos ámbitos, generando auténticos seres desinformados,  blandos y consentidos. Pero eso sí,  creyéndose con todos los derechos del mundo. Y de todo eso, repito,  tenemos la culpa nosotros los docentes, como pieza clave de un engranaje que no acierta (a veces ni lo intenta) a formar con exigencia  y ennoblecer, desde un punto de vista académico, a la población estudiantil. Aunque es una culpa relativa, desde luego,  pues obecede a la consideración social impuesta desde hace lustros, en base a una inapropiada actitud “buenista” establecida, en la que parece que todos deben caber y  valer por el hecho de existir. Se infravalora la educación de base, el esfuerzo, el estudio y el respeto. Parece políticamente incorrecto el exigir un mínimo de decoro y comportamiento adecuado, pues son actitudes que podrían considerarse contrarias a la formación basada en la libertad individual debida. Hay profesores que incluso  han temido alguna vez el significarse por reivindicar sus derechos profesionales y como persona en su práctica docente, aunque cada vez es más amplio el colectivo afectado que lucha por restablecer un orden y equilibrio racional en las relaciones formales con el alumnado. Se está en ello.
     Sería deseable que las mentes pensantes de la psicopedagogía, que tanto dirigen teóricamente los caminos del docente en la aplicación de una moderna y correcta praxis educativa, sugirieran alguna vez cómo abordar las situaciones que se generan en el ámbito educativo, de vez en cuando, con estos personajes distorsionadores. De momento, y a la espera  de que eso ocurra, muchos recurren  a la experiencia personal para solucionar conflictos y a la puesta en práctica de contundentes actitudes que reflejen la defensa inequívoca de la dignidad personal y profesional de los docentes en el aula. Esa defensa forma también parte de la práctica docente. Hay que asumirlo.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Derechos adquiridos en el aula.



     Me refiero a los que creen que adquieren los alumnos. Cuando van cumpliendo años, y a base de convivencia con ellos en los cursos impartidos con anterioridad,  se establece muchas  veces una relación entrañable que no suele ser lo habitual fuera de la docencia preuniversitaria. Pero esto conlleva una serie de riesgos que no siempre se saben predecir, prevenir y corregir con facilidad. El que haya confianza y buen ambiente en una clase no es sinónimo de que todo el mundo pueda hacer lo que le venga en gana en cualquier momento de la misma. Y hay  quien no lo ve con claridad, con lo que surge el conflicto.
 
     Aunque la mayoría del alumnado  entiende y asume con normalidad su rol en un centro educativo, algunos  piensan, equivocadamente, que el profesorado debe aguantar las impertinencias que se les ocurra hacer, que para eso tienen sobrada confianza y les conocen desde hace años. Por desgracia se les ha acostumbrado desde pequeños  a recibir un trato basado en un excesivo  mimo y protección, por lo que los menos maduros personalmente, cuando llegan al inicio de su juventud,  sienten que el profesorado les debe seguir  cuidando, cuando no aguantando,  como si fueran indefensos seres vivientes que solo necesitan apoyos, atenciones, y libertad mal entendida. Y eso supone un déficit formacional que solo se consigue corregir con mucho interés y reconocimiento del problema por su parte, y mucha  dedicación,  contundente y con criterio claro, del profesorado.
 

     Cuando a estos se  les pone alguna vez  los puntos sobre las íes no lo entienden, se sobrecogen, piensan que se les  maltrata, y descubren con asombro que la relación fluida y amigable que se vivía en la mayoría de las clases puede tornarse en una especie de tifón que remueve comportamientos y posos de hábitos mal adquiridos, poniéndolos en su lugar a cada uno de ellos. Descubren la única dimensión de la docencia que les es rara y lejana: la disciplina y el orden, dentro de un ambiente cordial. Deben llegar a entender que esos actos para reconducir situaciones son los que les harán madurar y comprender que la vida no se hace a base de lametones “buenistas” y cantando “viva la gente”, sino que suele estar preñada de ajustes y toma de decisiones duras que terminan purificando el ambiente. Pero eso también es educar.