¡Dejadme vivir! Geología, Paleontología, Ecología, Educación.

Enrique Gil Bazán.
Doctor en Ciencias Geológicas (Paleontología).
Zaragoza, Aragón, España.

martes, 2 de febrero de 2016

Alumnado inadaptado de bachillerato.




      Segundo de bachillerato, sobre todo,  es un curso duro, difícil, y muy comprometido para muchos alumnos. Del éxito en este nivel depende que se pueda ir a la universidad o a hacer un ciclo formativo superior. No es nada fácil. El esfuerzo requerido es muy superior al que se exige en primero de bachiller, por lo que la mayoría de los alumnos notan una gran presión docente, a la que no están acostumbrados, después del “paseo” que supone, para personas equilibradas y de inteligencia normal, el cursar la secundaria obligatoria (ESO).  La mayoría están voluntariamente en el bachillerato. Pero hay una minoría que suelen estar a la fuerza o por no tener nada mejor que hacer en sus vidas. Y en otras ocasiones,  perteneciendo a una minoría más minoría aún, nos encontramos en los centros con individualidades que son difíciles de asumir y encajar en la dinámica docente habitual, incluso para el resto de sus compañeros. A veces llega gente a 2º de bachillerato que no debería haber llegado, y se dejan notar. Y eso es, en buena parte, culpa nuestra, de los docentes.
     Se es demasiado contemplativo y condescendiente pensando erróneamente que si se les exige y deja por el camino se les  hace un daño irreparable. Y no es así. Esa pequeña proporción de alumnado que sin esforzarse en absoluto,  ni quererlo  hacer en el futuro, que no demuestra ni el más mínimo interés (y en algunas ocasiones con intenciones poco claras y honestas),  cohabita en una clase cualquiera distorsionando por completo la buena dinámica académica  interna que suele y debe haber. Y el daño que generan lo pagan otros, cual “daño colateral”, resultando muy  complejo poner una solución eficaz.
     Aún con los alumnos “veteranos” del centro  es muy difícil de diagnosticar quiénes van a ser, con seguridad,  los que lleguen al final de su etapa preuniversitaria en esas nefastas condiciones actitudinales.  Pero su perfil  es común y  premonitorio: suelen ser alumnos repetidores de uno o varios cursos anteriores,  con expedientes académicos poco o nada brillantes, y con una actitud habitual  pasiva  hacia el estudio  e incluso provocativa o arrogante. Y eso es suficiente como para saber de antemano  que casi nada puede hacerse con algunos de ellos. Da igual el esfuerzo que se invierta para integrarlos en un ambiente de esfuerzo y estudio utilizando técnicas amigables o incluso de “colegueo” controlado. Da igual el qué se les diga o proponga para recomponer una deteriorada actitud que les acompaña e identifica. Da igual.


     Lo peor de esta situación  es que esta gente suele descolgarse de la vida académica (y muy probablemente de la social) sin tener en dónde meterse o a qué dedicarse. En numerosas ocasiones se convierten en auténticas rémoras de una familia, barrio, ciudad, o sociedad que pasa por alto sus faltas de respeto y consideración al profesorado, su inadecuada actitud irreflexiva o su incompetencia en muchos ámbitos, generando auténticos seres desinformados,  blandos y consentidos. Pero eso sí,  creyéndose con todos los derechos del mundo. Y de todo eso, repito,  tenemos la culpa nosotros los docentes, como pieza clave de un engranaje que no acierta (a veces ni lo intenta) a formar con exigencia  y ennoblecer, desde un punto de vista académico, a la población estudiantil. Aunque es una culpa relativa, desde luego,  pues obecede a la consideración social impuesta desde hace lustros, en base a una inapropiada actitud “buenista” establecida, en la que parece que todos deben caber y  valer por el hecho de existir. Se infravalora la educación de base, el esfuerzo, el estudio y el respeto. Parece políticamente incorrecto el exigir un mínimo de decoro y comportamiento adecuado, pues son actitudes que podrían considerarse contrarias a la formación basada en la libertad individual debida. Hay profesores que incluso  han temido alguna vez el significarse por reivindicar sus derechos profesionales y como persona en su práctica docente, aunque cada vez es más amplio el colectivo afectado que lucha por restablecer un orden y equilibrio racional en las relaciones formales con el alumnado. Se está en ello.
     Sería deseable que las mentes pensantes de la psicopedagogía, que tanto dirigen teóricamente los caminos del docente en la aplicación de una moderna y correcta praxis educativa, sugirieran alguna vez cómo abordar las situaciones que se generan en el ámbito educativo, de vez en cuando, con estos personajes distorsionadores. De momento, y a la espera  de que eso ocurra, muchos recurren  a la experiencia personal para solucionar conflictos y a la puesta en práctica de contundentes actitudes que reflejen la defensa inequívoca de la dignidad personal y profesional de los docentes en el aula. Esa defensa forma también parte de la práctica docente. Hay que asumirlo.

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