¡Dejadme vivir! Geología, Paleontología, Ecología, Educación.

Enrique Gil Bazán.
Doctor en Ciencias Geológicas (Paleontología).
Zaragoza, Aragón, España.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Clima con dos grados menos de hipocresía.



     Todo el mundo medianamente informado conoce la noticia del reciente acuerdo alcanzado en la Cumbre del Clima en París. El compromiso de muchos estados  de hacer lo posible para reducir a finales de siglo unos dos grados la temperatura atmosférica del planeta ha gustado a casi todo el mundo. Salvo alguna organización conservacionista a ultranza que aún duda y pone pegas al resultado previsible del acuerdo, la mayoría está contenta con esta medida salvadora del planeta de un calentamiento global acelerado por la acción humana, y que tanto ha preocupado.
     Y aunque de momento todo se ha convertido en una gran sorpresa positiva tenemos que ser reflexivos  y revisar en qué manera esto nos puede afectar a la vida cotidiana y cómo vamos a afrontar lo que se nos propone hacer. La reducción de emisiones de gases contaminantes y de CO2  a la atmósfera será sin duda un buen empujón encaminado a evitar que la Tierra se siga calentando al ritmo actual y eso lleve consigo el acercamiento temporal de una serie de circunstancias nefastas para el medio ambiente y la humanidad. No sabemos si se podrán evitar pero al menos se puede intentar ralentizar sus efectos.

 

     Esa reducción de gases debe ser un acto compartido entre la potente estructura industrial del primer mundo y la actitud concienciada y en positivo de millones de consumidores. Porque tenemos que ser conscientes que los gases que la industria de todo tipo genera y emite a la atmósfera es consecuencia de la voluntad humana de producir objetos y “bienes” de consumo para la población. Seguramente se nos  hace creer, sobre todo en las últimas décadas, que tenemos una  inmensa serie de necesidades para alcanzar un óptimo nivel de vida (que no calidad…) que consideramos totalmente irrenunciables. Ya no podemos ni sabemos vivir sin todo eso que creemos “necesario” y básico en nuestras vidas.
     Si hacemos un breve análisis de cuáles son nuestras necesidades actuales de vida en el mundo occidental podemos llegar a la errónea conclusión de que no se podrá vivir nunca de otra forma menos agresiva con el entorno. Descendiendo a un detalle más pormenorizado y comprensible, y por poner varios ejemplos, ¿podremos prescindir de los materiales de construcción de viviendas actuales en Europa cuya fabricación resulta altamente contaminante? ¿O querremos seguir las pautas estadounidenses de construcción en madera? Si abrimos un armario de nuestras casas, ¿localizaremos algún electrodoméstico, bote, envase, cepillo, o cualquier otro instrumento que no esté su fabricación relacionada con el plástico procedente del petróleo? ¿Y con qué se propone sustituir este material subproducto del combustible fósil  y seguir disfrutando de nuestros variados, abundantes e imprescindibles  utensilios? O en otro orden de cosas,  cualquier fin de semana o puente festivo, ¿nos abstendremos de viajar con nuestros coches, autobuses, trenes, barcos u aviones supercontaminantes, siempre a nuestra disposición?  ¿Dejaremos de visitar masivamente parques naturales o nacionales haciendo “turismo ecológico” por no contaminar en los trayectos de desplazamiento? Y si confiamos ciegamente en una utópica sociedad buena, comprensiva y concienciada con la conservación de la naturaleza, ¿sabrá esperar ésta durante el tiempo que sea preciso hasta que esos medios de transporte, o la fabricación de materiales, se cambien por otros que resulten  más respetuosos con el ambiente?
 
 

     Existen  miles de personas muy concienciadas medioambientalmente que viven en lujosas urbanizaciones a las afueras de las ciudades pensando que así llevan una vida más acorde con el respeto al entorno. Y otras muchas que sufren  y ven dañada su conciencia ecológica ante cualquier agresión e impacto sobre el terreno, por lo que  comparten soflamas y alertas pseudoecologistas en facebook,  pero que no desaprovechan cualquier oportunidad de disfrutar de todos  los avances tecnológicos modernos del hiperdesarrollismo.  O regiones enteras como las Islas Canarias que reciben cada año casi diez millones de turistas transportados hasta allí en contaminantes aviones, que enarbolan su careta verde impidiendo que se prospecten yacimientos de petróleo junto a sus costas argumentando criterios conservacionistas pero sin rechazar ni cuestionar el altísimo nivel de contaminación que supone llevar allí a su turismo. ¿Dejaremos de usar teléfonos móviles aun sabiendo que se fabrican con los minerales (Columbianita y Tantalita) recogidos en países tercermundistas por niños semiesclavizados? ¿Dejaremos de querer disfrutar de un viaje veraniego a un exótico país al que se llega haciendo varios trasbordos aeroportuariores, con lo “culto”  y necesario que resulta el hacerlo? ¿De verdad pensamos que seremos capaces de cambiar nuestras cómodas vidas y dejaremos de querer los productos que nos ofrecen las grandes industrias?


     Y además de todo esto, habrá que preguntarse también cómo viven, y de qué,  las personas hiperpreocupadas por las emisiones actuales de dióxido de carbono y otros gases a la atmósfera. Conozco a muchos que no dejan de usar su contaminante vehículo para su habitual transporte ciudadano, aunque luego nos dan lecciones a todos de cómo llevar una vida ejemplar ecológica. Piensan que simplemente reciclando envases de plástico, cartones y vidrios es suficiente. O dándose un paseo el fin de semana en bicicleta por un asfaltado carril bici.  ¿Y el resto de su artificial decorado de vida, de dónde sale? ¿Seremos capaces de prescindir de él? Esa es la gran pregunta. ¿Quién tiene la respuesta?
      Mientras tanto nos conformaremos hipócritamente con un buen acuerdo en París.
 

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