Conozco a multitud de profesores que están amargados. Que
piensan que su trabajo en educación secundaria es un castigo divino que les ha
tocado vivir. Incluso muchos profesores de la universidad muestran día a día su
honda preocupación y malestar por su inmenso trabajo, investigador (se supone
que es lo que les gusta) y docente, del cual abominan. Y eso es algo que los
medios informativos se han encargado especialmente de divulgar, por lo que
mucha gente se cree que el ser profesor es un trabajo poco reconocido (en parte
no les falta razón, pero por otras cuestiones) y de lo más desgraciado.
Sin embargo, creo que ya toca hablar de las virtudes y
beneficios de ser profesor. Y no me voy a referir a las tan cacareadas inmensas
vacaciones de verano, las cuales son, dicho sea de paso, algo merecidísimo. La labor docente puede y debe ser contemplada
con otro tipo de mirada. Y debe vivirse con un fin social que puede hacerte
casi feliz. Esto no es una tontería ni algo baladí, sino que la reciprocidad necesaria en el buen trato profesorado/alumnado es crucial para que los resultados académicos sean aceptables, incluso
en el sentido referente a la adquisición de conocimientos, pues el concepto “académico”
es muy amplio.
Nadie duda de que el respeto mutuo es necesario entre alumnos
y profesores. Se han escrito ríos de tinta en relación a la pérdida de respeto
del alumnado hacia sus profesores. Ese tema, delicado y complicado, debe ser
tratado en función de la óptica de un estudio de la persona (o del grupo) en
concreto. Pero cuando el respeto se pierde por parte del profesor, el proceso
educativo está herido de muerte. Si se consigue mantener ese respeto y se trata
a la gente con un nivel aceptable de
comprensión y cariño pueden conseguirse grandes metas en el proceso de
formación de una persona. Esa falta de respeto aparece en buena parte del
alumnado desde el momento en el que hay
un incomprensible empeño de algunos profesores (parece que lo incentiven) en que los alumnos
solo lean, subrayen y memoricen un texto y después lo vomiten en un examen
memorístico. Y eso lo hacen así año tras año. Además de mortificante para el
alumnado debe ser un trabajo agónico, aburrido, repetitivo y alienante para ese profesorado, más propio de mendrugos mediocres que no
deberían haberse dedicado nunca a la docencia. Sin embargo si en las clases se
les hace comprender la necesidad de comprender y aprender determinados temas e
investigaciones, entusiasmarlos con experiencias y vivencias propias o ajenas,
y los “exámenes” son adecuados a su nivel académico en la búsqueda de un breve
análisis o relación entre ideas contrapuestas, puede ser muy significativo y
gratificante el resultado de su aprendizaje.
En mi especialidad, Biología y Geología, es enorme el número
de ideas y conceptos, demasiados a mi juicio, con los que tienen que hacerse
los alumnos hasta los 18 años para poder “aprobar” y, desde luego, muy superior
al que nosotros teníamos y se nos exigió para poder llegar a la universidad.
Pero aún así, esa catarata de datos puede llegar sin estridencias y sin hacer
un ejercicio memorístico colosal. Si eso se consigue, digo, se obtienen datos
para toda la vida, y esta vez de verdad.
Cuando consigues entroncar personal y profesionalmente con
el alumnado resulta fácil enseñar. No resulta duro ni agobiante. Y, desde
luego, suele ser muy entrañable y reconfortante. Sobre todo cuando compruebas
con los años que tus enseñanzas han tenido eco en sus vidas. Creo que lo he
dicho alguna otra vez, pero resulta reconfortante comprobar el buen recuerdo
que el alumnado en general puede guardar de ti cuando te encuentra por la calle
al cabo de los años. Y no solo con un buen abrazo y saludo cariñoso, que
también, sino con el inmediato recuerdo
de conceptos geológicos que se les
dieron hace más de 20 años. O cuando cuentan cómo han usado los conceptos
aprendidos (aprendidos de verdad) de ecología y medio ambiente ante una
discusión o controversia social actual. Eso y el recuerdo que se tiene de ver,
cuando se les explica algo con emoción, las caras del alumnado empapándose de
lo que cuentas, eso, les aseguro, no tiene precio. Supongo que serán las mismas
caras que poníamos nosotros al oír, por ejemplo, a mi amado jefe Emiliano
Aguirre o a Leandro Sequeiros, los dos paleontólogos de la Universidad de
Zaragoza que me encandilaron de por vida. O al profesor de matemáticas de mi
bachillerato, Luis Barreiro (el famoso de los cuadernillos de ejercicios de
matemáticas “Barreiro y Rubio”) al cual estábamos esperando que llegara a clase
para deleitarnos con su atípica y maravillosa forma de explicar esa asignatura
considerada por muchos como un “coco” de
la enseñanza.
No soy el único que siente ese inmenso placer al dar clase.
Y por eso no nos asustó el impartir una hora más de clase semanal al imponernos
la nueva ley docente (aunque estemos en contra y de otras muchas cosas además
de esa ley), por lo que la dedicación a nuestro empleo ha sido y es total.
Disfrutamos con lo que hacemos. No nos dan envidia otros trabajos y creemos firmemente
que en nuestras manos y cerebros está en buena parte el futuro de las nuevas
generaciones. Es necesario que cada vez seamos más con mentalidad de servicio a los demás, en este
caso a los más jóvenes. Un servicio que puede hacer a mucha gente, además de
formada y agradecida, feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario