¡Dejadme vivir! Geología, Paleontología, Ecología, Educación.

Enrique Gil Bazán.
Doctor en Ciencias Geológicas (Paleontología).
Zaragoza, Aragón, España.

domingo, 10 de mayo de 2015

Profesorado feliz.




     Conozco a multitud de profesores que están amargados. Que piensan que su trabajo en educación secundaria es un castigo divino que les ha tocado vivir. Incluso muchos profesores de la universidad muestran día a día su honda preocupación y malestar por su inmenso trabajo, investigador (se supone que es lo que les gusta) y docente, del cual abominan. Y eso es algo que los medios informativos se han encargado especialmente de divulgar, por lo que mucha gente se cree que el ser profesor es un trabajo poco reconocido (en parte no les falta razón, pero por otras cuestiones) y de lo más desgraciado.
     Sin embargo, creo que ya toca hablar de las virtudes y beneficios de ser profesor. Y no me voy a referir a las tan cacareadas inmensas vacaciones de verano, las cuales son, dicho sea de paso, algo merecidísimo.  La labor docente puede y debe ser contemplada con otro tipo de mirada. Y debe vivirse con un fin social que puede hacerte casi feliz. Esto no es una tontería ni algo baladí, sino que la reciprocidad  necesaria en el buen trato profesorado/alumnado es crucial para que los resultados académicos sean aceptables, incluso en el sentido referente a la adquisición de conocimientos, pues el concepto “académico” es muy amplio.


    
      Nadie duda de que el respeto mutuo es necesario entre alumnos y profesores. Se han escrito ríos de tinta en relación a la pérdida de respeto del alumnado hacia sus profesores. Ese tema, delicado y complicado, debe ser tratado en función de la óptica de un estudio de la persona (o del grupo) en concreto. Pero cuando el respeto se pierde por parte del profesor, el proceso educativo está herido de muerte. Si se consigue mantener ese respeto y se trata a la gente con un nivel  aceptable de comprensión y cariño pueden conseguirse grandes metas en el proceso de formación de una persona. Esa falta de respeto aparece en buena parte del alumnado  desde el momento en el que hay un incomprensible empeño de algunos profesores  (parece que lo incentiven) en que los alumnos solo lean, subrayen y memoricen un texto y después lo vomiten en un examen memorístico. Y eso lo hacen así año tras año. Además de mortificante para el alumnado debe ser un trabajo agónico, aburrido, repetitivo  y alienante para ese profesorado,  más propio de mendrugos mediocres que no deberían haberse dedicado nunca a la docencia. Sin embargo si en las clases se les hace comprender la necesidad de comprender y aprender determinados temas e investigaciones, entusiasmarlos con experiencias y vivencias propias o ajenas, y los “exámenes” son adecuados a su nivel académico en la búsqueda de un breve análisis o relación entre ideas contrapuestas, puede ser muy significativo y gratificante el resultado de su aprendizaje.


 

      En mi especialidad, Biología y Geología, es enorme el número de ideas y conceptos, demasiados a mi juicio, con los que tienen que hacerse los alumnos hasta los 18 años para poder “aprobar” y, desde luego, muy superior al que nosotros teníamos y se nos exigió para poder llegar a la universidad. Pero aún así, esa catarata de datos puede llegar sin estridencias y sin hacer un ejercicio memorístico colosal. Si eso se consigue, digo, se obtienen datos para toda la vida, y esta vez de verdad.
 
     Cuando consigues entroncar personal y profesionalmente con el alumnado resulta fácil enseñar. No resulta duro ni agobiante. Y, desde luego, suele ser muy entrañable y reconfortante. Sobre todo cuando compruebas con los años que tus enseñanzas han tenido eco en sus vidas. Creo que lo he dicho alguna otra vez, pero resulta reconfortante comprobar el buen recuerdo que el alumnado en general puede guardar de ti cuando te encuentra por la calle al cabo de los años. Y no solo con un buen abrazo y saludo cariñoso, que también,  sino con el inmediato recuerdo de conceptos  geológicos que se les dieron hace más de 20 años. O cuando cuentan cómo han usado los conceptos aprendidos (aprendidos de verdad) de ecología y medio ambiente ante una discusión o controversia social actual. Eso y el recuerdo que se tiene de ver, cuando se les explica algo con emoción, las caras del alumnado empapándose de lo que cuentas, eso, les aseguro, no tiene precio. Supongo que serán las mismas caras que poníamos nosotros al oír, por ejemplo, a mi amado jefe Emiliano Aguirre o a Leandro Sequeiros, los dos paleontólogos de la Universidad de Zaragoza que me encandilaron de por vida. O al profesor de matemáticas de mi bachillerato, Luis Barreiro (el famoso de los cuadernillos de ejercicios de matemáticas “Barreiro y Rubio”) al cual estábamos esperando que llegara a clase para deleitarnos con su atípica y maravillosa forma de explicar esa asignatura considerada  por muchos como un “coco” de la enseñanza.
     No soy el único que siente ese inmenso placer al dar clase. Y por eso no nos asustó el impartir una hora más de clase semanal al imponernos la nueva ley docente (aunque estemos en contra y de otras muchas cosas además de esa ley), por lo que la dedicación a nuestro empleo ha sido y es total. Disfrutamos con lo que hacemos. No nos dan envidia otros trabajos y creemos firmemente que en nuestras manos y cerebros está en buena parte el futuro de las nuevas generaciones. Es necesario que cada vez seamos más con  mentalidad de servicio a los demás, en este caso a los más jóvenes. Un servicio que puede hacer a mucha gente, además de formada y  agradecida, feliz.
 
 

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