“La buena enseñanza consiste en escuchar, preguntar,
ser sensible y recordar que cada alumno y cada clase son diferentes. Se trata
de la obtención de respuestas y el desarrollo de las habilidades de
comunicación oral en el estudiante más callado. Se trata de empujar a los
estudiantes a superarse y, al mismo tiempo se trata de ser humanos, respetar a
los demás y ser profesional en todo momento”.
Esta es la frase que un buen y querido exalumno mío
ha colocado en su “facebook” hace pocos días. La reflexión que ha hecho en
relación a cómo entiende él que debe ser el “acto educativo” del profesorado permite
hacer una serie de consideraciones sobre el tema, que espero puedan aclarar
algunos puntos respecto a cómo se vive
en la actualidad el proceso educativo en general, y su eficacia.
La educación que reciben nuestros hijos, sobrinos,
hermanos, o vecinos, es algo que preocupa a muchos adultos responsables que quieren que sus familiares y amigos tengan
hoy en día la mejor formación posible. Y
que, además, la obtengan con un interés asegurado (y en muchos casos casi
paternal) del estamento profesoral. Todo el mundo desea los mejores resultados
académicos, y si estos van acompañados del desarrollo de otras capacidades del
alumnado, esas que casi nunca se habían tenido en cuenta, o muy poco, hasta
hace unos lustros, mejor que mejor.
Si el proceso de enseñanza-aprendizaje requiere,
como dice mi exalumno, al que llamaré Antonio, que se empuje a los estudiantes
a superarse día a día, consiguiendo que haya un ambiente de respeto y
comprensión de las limitaciones de cada uno, se consigue lo que él también
denomina una “buena enseñanza”.
Pero todo eso se podría producir o imaginar en un
ambiente educativo ideal. La realidad es algo diferente. Para que se puedan
conseguir resultados educativos buenos, o aceptables, en un colectivo de niños
u adolescentes deberían cumplirse unos
presupuestos que son difíciles de encontrar hoy. Estos estarían fundamentados,
sobre todo, en encontrar un grupo de alumnos en los que el “deseo de
aprendizaje” no se cuestionara en ningún momento, es decir, que estuvieran “ansiosos
por aprender” en todo momento. Que su procedencia sociocultural permitiese
partir de unos mínimos educativos comunes a todos ellos; que su situación
económica asegurase un cómodo seguimiento familiar, fuera del aula, del
cumplimiento de su proceso educativo; y
que, en definitiva, la educación que se impartiese tuviera su reconocimiento en
sí mismo al conseguir dar a cada individuo el máximo educativo que pudiera
recibir, solo limitado en función de su inteligencia.
Resulta
extremadamente difícil encontrarse con un grupo de alumnos que presenten esas
características teóricas tan ideales, por lo que hemos de luchar cada día con
una realidad que dista mucho de esa especie de “nirvana” educativo. La realidad
es mucho más cruda, variopinta y extrema en multitud de centros educativos. No
es lo mismo impartir clases en un centro público nutrido de abundante alumnado
con serios problemas al margen de los normales de un adolescente, que en uno
donde se selecciona económicamente al cliente y sus máximos problemas son los
inherentes a su capacidad e inteligencia. Por ese motivo, y por otros, se sigue investigando y pensando mucho
respecto a cómo dar clase a preuniversitarios, incluso por parte de gente que
en su vida ha visto a un adolescente de
cerca, o con la responsabilidad de impartirle una clase.
En
ese contexto, y también hace unos días, el periódico El País publicaba una entrevista al Dr. Francisco Mora,
médico experto en neuroeducación y profesor de Fisiología Humana de la
Universidad Complutense de Madrid, donde apuesta por cambiar las metodologías
usadas al impartir clases a niños y adolescentes. (http://economia.elpais.com/economia/2017/02/17/actualidad/1487331225_284546.html?id_externo_rsoc=FB_CC).
En esa entrevista una
de sus respuestas al periodista es: "Nos estamos dando cuenta, por
ejemplo, de que la atención no puede mantenerse durante 50 minutos, por eso hay
que romper con el formato actual de las clases. Más vale asistir a 50 clases de
10 minutos que a 10 clases de 50 minutos. En la práctica, puesto que esos
formatos no se van a modificar de forma inminente, los profesores deben romper
cada 15 minutos con un elemento disruptor: una anécdota sobre un investigador,
una pregunta, un vídeo que plantee un tema distinto… Hace unas semanas la
Universidad de Harvard me encargó diseñar un MOOC (curso online masivo y
abierto) sobre Neurociencia. Tengo que concentrarlo todo en 10 minutos para que
los alumnos absorban el 100% del contenido. Por ahí van a ir los tiros en el
futuro". En fin... ¡y esto lo dice
un experto en neuroeducación! Los tiros, dice, van a ir así en el futuro..., y así van en el presente, y desde hace muchos
años.
Sin
ser investigadores en neurociencia hace tiempo que muchísimos docentes
aplicamos estas "innovadoras" propuestas si queremos conseguir un
nivel aceptable de atención y éxito educativo en las aulas. No sé si mi amigo Antonio
se acordará aún de cómo afrontábamos las clases hace ya 20 años en el instituto
María Moliner de Zaragoza, pero seguro que recuerda que jamás dimos una clase de
50 minutos seguidos de información académica. Los comentarios, la interrelación
entre alumno-profesor, la constatación de haberse entendido lo dado a través de
oportunas preguntas en un ambiente
relajado era y es lo habitual. En cualquier clase y en cualquier materia. Salvo
en contados y raros caso, que los hay, lo normal es impartir una clase queriendo
que la gente aprenda, no únicamente que retenga, memorice, o almacene cientos
de datos teóricos que sirven de poco o nada. Quizás en otros tiempos fue así,
pero hoy en día lo habitual consiste en una clase muy “interactiva”, tal y como se dice ahora. Esa interactividad
es necesaria para un buen aprendizaje, sea el tema que sea, e invita, incita,
predispone, empuja al alumnado poco predispuesto inicialmente a incorporarse al
ritmo de una clase, a hacerlo. Muchos de los problemas circunstanciales que
algunos alumnos presentan y que van con ellos siempre, como inadaptación
académica y/o social, desinterés por el estudio en general, asociabilidad,
problemas conductuales propios de la edad o añadidos como consecuencia de
pertenecer a familias desestructuradas o con problemas derivados de falta de
integración social, pueden verse disminuidos temporalmente cuando en una clase
el tema impartido gusta y genera interés y curiosidad. Y eso no se consigue con
clases magistrales como a la antigua usanza. Y eso se sabe y practica desde
hace mucho.